Cuento por el Día del Lector: El árbol que cae en el bosque
Cada 24 de agosto se celebra, en conmemoración del nacimiento de Jorge Luis Borges, el Día del Lector en Argentina. En este marco, desde LaNoticia1.com compartimos un cuento inédito y exclusivo del autor Emmanuel Rossi.
Por Emmanuel Rossi
Tw: @letraserrantes
Un fuerte rumor corría esa mañana por el vecindario: el cielo había dejado de ser celeste. Sí. Ahora su color era verde. No se hablaba de otra cosa. En los comercios, en las plazas, en los bancos y en las academias. En efecto, parecía que el cielo ahora era percibido de otro modo. En medio de mi perplejidad casi quise inmiscuirme en la creencia, pero me fue imposible. El cielo era definitivamente celeste como siempre lo ha sido. No logré comprender el origen ni el objetivo de tan omnipresente habladuría. En un principio, traté de absorber la situación de manera risible, ingenuamente; pero eso desapareció esa misma noche cuando vi arder de modo voraz la casa de don Paco, a pocos metros de mi domicilio. Recuerdo que salí en su ayuda y al llegar me agolpé en la vereda con otros vecinos, que habían arribado al lugar también convocados por el resplandor de las extensas llamas. El viejo Paco no se encontraba, y no había mucho por hacer para salvar algo de su hogar. En esa resignación estábamos cuando alguien deslizó la hipótesis de que el incendio había sido causado de manera intencional, y que la razón obedecía al hecho de que Paco había osado decir, pocas horas antes del siniestro, que el cielo era celeste.
“Qué demonios está sucediendo”, pensé sin emitir palabra. Rápidamente, opté por desestimar esa teoría y, ante la ausencia de versiones fidedignas, continuar en la incertidumbre acerca de lo acaecido en la casa del viejo.
Retorné a mi hogar, pero no pude conciliar el sueño; ni esa noche ni ninguna otra. En los días subsiguientes me sorprendió sobremanera que prácticamente todo el mundo estuviera alabando las bondades de un firmamento color verde. Personas conocidas de toda una vida, que uno tenía hasta pruebas de su convicción sobre la presencia de un cielo celeste, ahora afirmaban sin inmutarse que éste era verde. Y hasta daban grandes discursos al respecto, y recibían aplausos, y cantaban canciones, y lanzaban consignas, y generaban toda una liturgia…
No tardé en confirmar, lamentablemente, que el incendio en la casa de Paco había sido provocado, en efecto, por su postura conservadora sobre el matiz perceptible del éter. Los ataques contra diferentes personas se multiplicaron con las horas y todo obedecía a la misma cuestión.
Más allá de la extrañeza y desazón que sentía, me propuse no incurrir en inconvenientes. “No es tan grave tener que consentir que el cielo es verde”, especulé.
Los días continuaron y el cielo seguía siendo verde para “todos”, pero de un momento a otro las cosas cambiaron, y me percaté de ello cuando la señora Elvira fue víctima de una violenta agresión. Como las primeras versiones sobre el ataque eran confusas, intuí que la pobre se había atrevido a señalar el verdadero color del cielo. Fue devastador para mí saber que estaba equivocado. Elvira, en una de sus tantas charlas de café, había aseverado, como era común en ese entonces, que el firmamento era verde, sin recalar en que los dueños del color del cielo habían decidido -nuevamente sin razón u objetivo coherente- que ahora el cielo era rojo. Todo aquel que profiriera lo contrario debía sufrir el más duro escarnio.
Elvira, como tantos, había adoptado la impostura para evitar problemas, pero no estar al día con las verdades últimas la llevó al hospital, con gravísimas heridas en todo su cuerpo.
Definitivamente, había que estar atento -y por todos los canales- a la inestable información, porque lo que era previsible de suceder, finalmente sucedió: a las semanas el cielo fue violeta, y pocos días después, amarillo, y minutos más tarde, naranja, y así. No estar al corriente podía costarle a uno la vida.
“Por suerte los colores son finitos”, me dije a mí mismo. ¡Insensato! ¡Totalmente insensato mi pensamiento! El insostenible escenario implosionó brutal y definitivamente, fragmentándolo todo. La situación desembocó en el armado de múltiples bandas que se identificaban con un color, el color de su cielo, y combatían contra todos lo demás, los cuales eran considerados herejes. Ya no había forma de escapar. El simulacro ya no era una opción, porque todo era un gran simulacro imposible de sobrellevar.
Mi primera decisión fue la de no hablar de nada que tuviera que ver con cualquier cosa de más de dos metros de altitud, y mucho menos con cuestiones que rozaran la escala cromática. Todo lo que podía ser relacionado con los diversos colores del cielo, y con el cielo mismo, era en extremo peligroso. En ese contexto, no tardaron en aparecer los más imbéciles: aquellos que, tratando presuntamente de subsanar el panorama, sostenían que “había tantos cielos como personas”.
Yo no lograba comprender cómo habíamos llegado a ese lugar demencial y en un lapso tan corto de tiempo.
Elegí el silencio. El silencio cómplice, ensordecedor, artero; el silencio horrible de la muerte. Sí, elegí el silencio, lo admito. También escogí evitar la mayor cantidad de contacto humano posible. Y no fui el único; así nos fuimos quedando cada vez más solos, solos y en silencio en un presente perpetuo. Mientras tanto, en el universo exterior se desarrollaba una guerra entre bandas de colores. Y nadie terminaba de entender la causa y la finalidad de todo ese dogma furibundo cristalizado, ni siquiera quienes lo encarnaban. Lo único que los combatientes sostenían era que el mundo iba a ser un lugar mejor para todos si se imponía su color por sobre el de los demás, aunque no había garantías de que en breve lo trocasen por otro, como sucedió en un principio.
¿Qué podía hacer yo? Era una batalla completamente desigual, e imposible de abordar. Unirme a un bando para tener acogimiento y una supuesta seguridad me parecía sobrepasar una deleznable barrera que no estaba dispuesto a franquear.
Las escaramuzas se exacerbaron rápidamente, y llegó un momento en el que nadie sabía por qué luchaba ni qué color defendía. No debe existir nada peor en el mundo que el error empoderado, el cinismo obligatorio y la idiotez en apariencias organizada.
En mi total escepticismo estaba cuando, en un día similar a todos los demás, golpearon agónicamente a la puerta de mi guarida. Fui a abrir de inmediato, porque la urgencia le ganó al temor. Era mi vieja amiga Lara, con quien no tenía contacto desde hacía tiempo a raíz del delirio social que había estallado. Estaba agitada, como si hubiera llegado corriendo. Su figura, otrora perfecta, se había tornado gris. Sus cabellos yacían sobre su rostro sudoroso, desgreñados. Sus prendas estaban sucias y raídas. La quedé mirando un momento, asombrado. Cuando pudo pronunciar palabra levantó la cabeza, me miró con total suplicio y preguntó: “Si un árbol cae en el bosque, y no hay nadie cerca, ¿hace ruido?”.
- Por supuesto que sí -repliqué rápidamente sin siquiera pensar.
Trazó de inmediato una muy gigantesca sonrisa, sus ojos fulguraron de lágrimas y se me abalanzó con gran emoción.
Nos abrazamos fuertemente durante horas, allí, en el umbral de la puerta. Sin duda, lo estábamos necesitando.
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